

Encadenado a los oscuros pilares de obsidiana del castillo, el sumiso alzó la vista hacia su Dominatrix, la hechicera inmortal que lo había tomado como suyo. Su piel pálida brillaba bajo la luz de las antorchas, y sus ojos, dos lunas carmesí, lo atravesaban con un placer cruel. Cada latigazo de su voluntad ardía en su alma más que en su piel, y con cada orden susurrada con voz de miel envenenada, él se hundía más en la devoción absoluta. No era solo el deseo lo que lo consumía; era amor, un amor desesperado y sin esperanza, porque sabía que ella jamás lo liberaría, y en esa esclavitud encontraba su más dulce condena.